Hoy me despertó la voz de la impertinente. Antes de que sonara el despertador, me empezó a decir, así de la nada, que soy una treintañera fracasada. Que no tengo casa propia ni coche. Que cuando lo tuve no me quedó más remedio que venderlo para pagar alquiler. Que tengo un título que nunca ha redituado económicamente su precio. Que elegí una de las carreras más complicadas del menú y que nunca voy a ganar. Que mi familia está lejos. Que mis amigos están lejos. Que mi comida favorita está lejos. Que tuve que dejar lo que me llevo años construir para cruzar un gran charco y encontrarme con un futuro dudoso. Que llevo más de diez años tratando de aprender a tocar la guitarra... Cuando dijo lo de la guitarra sí que me llegó. Me enojé. Me hizo sentir realmente mal. Fracasada. Un dolor pulsante en el estómago me subió a la garganta y la anudó. Fruncí el ceño y le hice una señal a la impertinente para que guardara silencio. Respiré hondo. Cerré los ojos y miré a la ventana. El sol veraniego que madruga me hizo un mimo en la cara. Y pensé: vivo en un hogar de paredes verdes y amarillas en donde se respira amor verde y paz amarilla. Tengo una bicicleta-rayo-dorado que mantiene mi trasero en su sitio a mis treintavarios y que el único combustible que necesita es la grasa de mis caderas (esa se reposta casi sola). Nunca me gustaron los títulos, los apodos ni las etiquetas limitantes. Se que la probabilidad de verme sentada en la calle con un vasito de monedas en la mano es escasa, porque tengo dos manos cargadas de habilidad y fuerza que cuando se ponen a la obra me llenan de admiración. No debo nada a nadie y vivo donde me siento libre. Canto todos los días. Soy un nuevo personaje a voluntad. Mi familia está conmigo, siempre, y va creciendo. Mis amigos se van acumulando y están, pese a la distancia, siempre disponibles. Me hago mis chilaquiles cuando se me antojan. La apuesta valió la pena y lo que antes me llevó tanto construir, soy capaz de hacerlo en una mínima fracción de tiempo. El futuro está lleno de infinitas posibilidades y entre esas elijo las más sonrientes. Llevo más de diez años tratando de aprender a tocar la guitarra. En eso la impertinente tiene razón... Dolores (así se llama mi guitarra) sigue castigando mis dedos por no tocarla con la frecuencia que quisiera. El factor común de todas mis listas de propósitos de año nuevo, desde que hago lista de propósitos de año nuevo, es aprender a tocar la guitarra. Yo: -Does that make me a loser? Y la impertinente: -¡Obvio sí!. Frunzo el ceño de nuevo: -Pero si todos los días toco la guitarra... ¿no es eso tocarla?. La impertinente: -Ejem... bueno, técnicamente... Y yo: -No, no, no... Todos los días la toco y siento como sus cuerdas vibran en mí. Y ella: -Bueno si, pero eso no es tocar... Y yo: -¿Cómo? ¿Tocar no es tocar...?. La impertinente empezó a dudar y ya no quise seguir hablando con ella.
No esperaré a dominar la guitarra, a estar en un escenario frente a una multitud aplaudiente o a tener un Mini Cooper (digo, si puedo escoger...) en el garaje de mi casa para Ser. "¿Dónde estoy? Aquí. ¿Qué hora es? Ahora. ¿Quién soy? Este momento."
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